Caracol de lata
Sus mañanas comienzan cuando es sol mastica todas las sombras. Se restriega los ojos y lento se incorpora. Un mate amargo y un pedazo de pan lo aguardan con modorra sobre una mesa despintada. Las sillas, de plástico, son de diversos colores y formas. Sucios esqueletos de hombres de polietileno encorvados, esperando sostener a duras penas los cuerpos cansados. Rumia un trozo con indolencia y sorbe, taciturno, no sólo la amargura del mate. Los niños le corren por los patios de sus ojos viejos, mientras sus reflejos, corpóreos y concretos, juegan a las escondidas en el baldío que hace de frente del vagón que tienen por casa. Chupa con fiereza queriendo sacarle al mate algo que está un poco más adentro, un poco más oscuro. La vieja le pregunta si va a comer. Con un ligero pero firme meneo, niega. El hambre aprieta pero todavía la aguanta, además los pibes.
Patea piedras por el campo mientras piensa que no se miró al espejo, que hace días que no lo hace. Los suyos lo reconocen, alcanza con eso. La vieja lo quiere y lo cuida, a su manera. Un poco de resignación, un poco de respeto, un poco de temor, quien sabe cuánto de cada cosa. Los pibes igual. Incluso la más chiquita que corre torpemente y siempre sale a recibirlo. Lo demás, bah. Y él, como decirlo, él está duro para andar queriendo y sin embargo lo hace. La vida se le ha encallecido tan atrás y tan abajo, pero no logra dejar de dolerse por cómo se dieron las cosas. Patea piedras mientras el sol, borracho de pereza, se arrastra despacio por el suelo de arriba, como no queriendo irse nunca, como arañando ese aire tan azul y espeso con todas sus garras. La tarde lo lleva lejos casi sin moverse. Para cuando vuelve, es hora de arrastrar el carro.
Comienza a desandar las estrías de asfalto y concreto de la ciudad cuando todavía pellizcan los últimos rayos del día. Va despacio, caracol de lata, con su bicicleta a la par. Las piernas deberían pesarles, pero no las siente. Se anestesia un poco con un vino barato. El frío lo va a morder duro y hay que estar preparado. Recoge todo lo que puede, pero nunca alcanza. Siente que lo miran pero no. Se quedan en la epidermis de la realidad, son miradas de cabotaje, tan de cartón, tan de vidrio, tan de plástico como su carga. Se siente sin rostro en un tiempo abarrotado de caras. Algunas lo cruzan con miedo, otras con un dejo de conmiseración, las más, con indiferencia. Caracol de lata, lame con suelas de goma agrietada las calles. Caracol de lata, con tu casa de basura a cuestas.
Él y su rostro avanzan; avanza él en su rastro. De a poco descubre que una luz azul lo envuelve y lo traga. La sirena estridente lo saca de su sopor de rutinas añejas. A la pared. Abierto de piernas, las manos palpando la fría piedra, otra vez sin rostro. Negado, silenciado, sustraído de todo su ser, siente dos manos que no son suyas tocarlo, aferrarlo, hurgarlo sin reparos. El motivo: ser. Me inquieren, me insultan, me golpean, me hacen cargo de cosas que no son mi carga, pero no me miran. No me miran allí donde temprano corrían mis niños. Su castigo también es de cabotaje aunque hiera. Se quedan en la epidermis aunque lastime. Nadie ve a los sin rostros, naturales del paisaje, autóctonos de nuestras junglas modernas. Caracol de lata ya sin azules, ya sin sirenas y aún sin rostro, avanza pesado por las estrías de la noche.
Por Maximiliano Verdier
El porqué de la historia: El texto nace de la frustración y la vergüenza propias. Quizás de allí su aire gris. Fue un intento por recuperar en palabras lo que no fui capaz de hacer en acto. Una noche, un cartonero contra la pared, unos policías hurgándolo, un querer detenerme, un seguir de largo, un callar. Y luego, como un vómito, el regresar a casa con el pecho hendido y las palabras colándose por entre los dientes. Así, se arrastró hasta la hoja, dejando un hilo de baba azul, cual caracol de tinta.