El fotógrafo
Por Maximiliano Verdier
Tiene la costumbre de mirar con ojos nuevos; claro, es una costumbre tan reciente. Su mirada no ha sido enmarcada por la biblioteca de los paradigmas; su cristalino permanece así, diáfano, sin los sepias de las construcciones históricas, sin los monocromas de las ideologías, sin los efectos del photoshop de los prejuicios o de las modas. Con la espontaneidad de una nube que estría el cielo, mira. Con la inmediatez del relámpago, alumbra lo que toca con sus redondos y enormes ojos café; ojos de par en par, de abrazos, de girasoles invertidos, de palmas pintadas que se apoyan.
Una mañana, de vuelta de su salita azul, esos ojos deciden inaugurarse en el arte de la fotografía. Contra toda previsión, en un contrasentido de las estéticas pasadas y modernas, apunta la lente hacia abajo, contra un brillo chato y total que ingresa por la puerta trasera del colectivo, a escaso medio metro de donde se sienta, sobre las escaleras del descenso. Presiona la pantalla como quien aprieta un grano de uva. Y viene el vino.
Un pequeño haz de luz se arrastra por debajo de la puerta del colectivo, gatea un par de milímetros para tenderse, en toda su longitud, boca abajo, sobre el piso mugriento. A su lado, como un par de bocas muy abiertas, los cristales de la puerta lanzan un grito de claridad turbia que choca y se queda afuera. Se oye que quieren besar las mejillas del niño. Un fragmento de caño amarillo germina, descascarado, y se pierde en el recorte; antes de desaparecer dibuja una pequeña curva, una invitación a asirlo. Sus raíces, también de metal, muerden con colmillos punzantes y espiralados el borde de un acantilado hecho peldaño. En cinco capas de desgaja la imagen. Con un asfalto poroso que corre apresurado para alcanzar el ritmo del vehículo y no quedarse afuera. Sus mil piedrecillas sonríen con pulcra simetría, al unísono, con ese estruendo de las sonrisas, erupciones en silencio. Un piso más arriba, el último rellano, con el lomo listo para ser pisado una y otra y otra vez. Bestia dormida de piel resquebrajada que juega con el niño: éste la perpetúa y realza, la saca de su letargo, de la indiferencia hecha suela y paso, aquella despliega su cola de pavo real hecha de goma, caucho y madera. La imagen subvirtiendo el orden, recorre a trasmano lo que miles han usado y usan para bajar, elevando los descensos, un purgatorio hecho cielo de los detalles. En dominó, dos peldaños se delinean levantando sus fronteras de precipicio y barranco. Al borde, agarrados con sus cientos de dedos, se despliegan dos tiras de aluminio. Conozco al niño, las pinta para siempre por su similitud con las vías de un tren. Él ama los trenes. Una es toda recta y otra se traza en forma de parábola; juntas parecen los párpados del medio de la imagen, un juego de miradas, Alicia y espejo, espejo y Alicia, ecos, ondas concétricas, visiones preñadas. Y casi como un descuido, por último, asoman las dos puntas de sus zapatillas y el borde de sus pantalones, un azul muy gastado. Nos dicen “Estoy aquí, existo, elijo, lo importante para mí es esto” y la declaración que no usa palabra ni banderas es una bofetada para mí.
El niño aprieta una uva tras otra y aparecen las manchas de la humedad de las esquinas del colectivo, un antebrazo cargado de gruesas venas, el borde de un asiento desocupado, un abuelo en cuerpo entero con excepción de su cabeza, su propio reflejo en el combado espejo que corona la puerta trasera, tres zapatillas de lona, una rodilla cercenada del cuerpo, un semáforo intermitente, un dedo obturando el foco, las pintitas blancas sembradas por el suelo.
El niño me devuelve la cámara y me mira. Descubro que esos ojos miran porque aman. Siento como lentamente esa mirada forma mis ojos y la generación de las células se expanden hacia mi arábica nariz y mis desparejas cejas; crecen mis labios y en torno a ellos uno a uno florecen los pelos de mi barba; más ralo se despliega el pelo sobre mi cabeza y vuelta a vuelta se desenrollan mis ojeras y se abren con bocas recién inauguradas; se ensancha mi cuello, se amplían mis hombros, en cascada va cayendo mi espalda y como vertiente mi pecho; cuatro ramas se transforman en mis brazos y mis piernas que se abren a su vez en dedos, en yemas, en uñas. Percibo como las plantas de mis pies reciben el frío del suelo y cómo éste se va extendiendo hacia todos lados. Y el resto de los pasajeros es creado, y el colectivo, y el paisaje y…
Nazco a partir de su mirada. El mundo se crea desde el mirar de sus ojos.