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10 millones de pobres

10 millones de pobres

El canciller Jorge Faurie visita la Universidad

Hay olor a caca en la universidad. Que no me tiemble la lengua para decirlo. Hace rato que la academia hiede. Pero hoy más. Ni el Chorrillero se puede llevar el hedor. El canciller está escondido en el salón de los escudos. El rector de traje riguroso, al igual que toda la corte de decanos y decanas, le rinden tributo en un obsceno llamado al progreso. Pero si hasta parece que se ríen cómplices de cada chascarrillo idiota. ¿Pero de qué progreso hablan? Si en la escena sólo faltan los dragones cuidando las murallas de la sacrosanta institución.

Afuera, los tordos se arremolinan. Miles de tordos que no alcanzan a hacer un paralelo con los pobres del país. Diez millones de pobres. Diez millones de pobres. ¿Escuchó bien? Diez millones de pobres. Las palabras a veces no dibujan bien la realidad que dicen expresar: me gustaría que al decirlo se tomaran diez millones de segundos, ciento sesenta y seis mil seiscientos sesenta y seis minutos, dos mil setecientas setenta y ocho horas, ciento quince días… casi un cuatrimestre entero, la medida del tiempo en los cuales los y las estudiantes corretean con sus fotocopias entre las aulas de las facultades mientras el canciller se les caga de risa.

El canciller no quiere llorar sus lágrimas de material fecal. No hay acuerdos con ningún país europeo que pueda ocultar esta realidad de pobres con hambre, pobres con manos heladas, cortadas de buscarse la changa que pague la boleta de la luz, pobres de pies agotados de tanto caminar para vender las tortitas para el mate (y que nadie te abra la puerta), de buscar los cartones y las botellas, de apilar la ropa para llevarla al trueque y soltarla por cinco pesos o cinco caramelos de menta/ un bollito de pan/ una cebolla. Pobres que cagan a palos en todos lados. Y no quiero hablar de los muertos y las muertas que son muchos y muchas en este gobierno sobre todo.

Diez millones de pobres. No me canso de decirlo. Quisiera cansarme como las putas esperando que los clientes no les quieran pagar menos por un pete. Porque los cuerpos están a la venta y hoy valen menos. Y se desgastan, como los cuerpos de los y las jóvenes que andan en bicicletas, llevando el pedido privilegiado o el gusto mensual de una pizza barata que no alimenta.

Pero hoy, el canciller tuvo que escuchar al menos un grito. Diez millones de gritos. Diez millones de gritos. Diez millones de gritos. Hagamos silencio y después gritemos también.

Tenemos que gritar.

Música: «Canción de cuna para gobernante» por María Elena Walsh (1969).


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