Narrativas
Una cosa roja, maravillosa
El cielo está gris y apretado. Llueve. Como llovía ayer, y como lo hizo el ayer del ayer. Al amparo de un árbol sostengo en mi mano “El examen” de Cortazar. Busco la forma de ser un amparo dentro de un amparo, para que las delgadas gotas no laman las páginas del libro. Entonces una figura: matroska de amparos. El árbol, mi espalda, el libro. Camino con Andrés, Juan y Clara por una lejana Buenos Aires devorada por la niebla. Poso mis ojos en las letras apretadas que van dibujando faros, gestos, noches cerradas. Poso mis ojos. Pozo, mis ojos. Alterno la lectura con la vigilia. Espero desde hace media hora el colectivo. He esperado más. El clima acompaña la lectura porque San Luis también parece empecinarse en dejarse absorber por una niebla.
Alzo con esfuerzo la vista de la página que dispone de mí como la Tierra de la luna. Mi lado oscuro ve venir el transporte. Apretando a Clara y todo Buenos Aires contra el pecho repto por la corta escalera. El micro está casi vacío. No detengo mis ojos en las personas. Sólo en los asientos. Ávido escojo uno y me arrojo sobre él al tiempo que dejo respirar a Clara, casi sofocada y con la palabra en la boca. Soy testigo de sus diálogos, soy niebla en su niebla. Soy transeúnte que los persigue cual sombra, si una tarde tan brumosa permitiera tales fenómenos.
De repente otro diálogo, en segundo plano. – Veo, veo. -¿Qué ves? A Clara y a todo su mundo se los tragaba la niebla. – Una cosa. -¿Qué cosa? Ya en un primer plano. – Maravillosa. – ¿De qué color? – Color, color… rojo. Y entonces luchando por volver a la niebla, y no pudiendo, saltando de rojo en rojo. Buscando, escrutando.
El pequeño que busca tendrá unos cinco años. Su hermana, intuyo, no más de siete. Los ojos del niño brincan, como de copa en copa, buscando en los rojos, su rojo. Y una cosa maravillosa es ¿Aquella luz? No lo es. ¿Esa bolsa? Tampoco. ¿Ese pedazo de papel? No. Él inquiere. Ella niega. Yo busco. Tres en el juego, dos no lo saben. Disfruto la lejanía cercana del cómplice y del testigo. Ya Cortazar sobre la butaca. Ya Clara en otros diálogos. Poso mis ojos. Pozo, mis ojos. Aguardo el desenlace, el momento donde ella nos dirá cuál es la cosa roja, maravillosa. Y entonces la madre – Parada, por favor. Y yo no, no puede ser, porque todavía no sé cuál es la maravillosa roja cosa. Y sí, es. Los niños se bajan y sabrán dos lo que tres no pueden.
Paso el dorso de mi mano sobre el cristal empañado. Parece llorar, parece llover. Miro a mí alrededor. Busco.
Siento que la roja maravillosa cosa está mirándome desde algún rincón. Y luego, de súbito, como quien cae en el sueño, como quien sueña cayendo, lo descubro. Para el niño lo maravilloso tiene otros parámetros. Su adjetivo pudo aplicarse de igual forma a una pequeña luz, a una bolsa, a un pedazo de papel. Lo maravilloso reside en él, y no en los objetos. Donde pose sus ojos, sus ojos profundos cual pozo. Llego a mi parada. Afuera sigue lloviendo, rabiosamente, con unas grandes y pesadas gotas rojas. Mis ojos las miran, cual pozos, o mejor, cual cuencos.
Por Maximiliano Verdier