Ayllu

Caramelo de plomo. Una ficción en homenaje a Claudio “Pocho” Lepratti, el ángel de la bicicleta – 7º entrega

*Por Ignacio Morán

Voy a cubrir tu lucha más que con flores
Voy a cuidar de tu bondad más que plegarias
Bajen las armas
Que aquí solo hay pibes comiendo
León Gieco

– Abrí la boca, grande. – dijo el médico, con la solemne seriedad que caracteriza a su profesión.
Pero cada vez que la fría lengüeta de madera tocaba la húmeda lengua del niño, la boca se cerraba.

– Vamos hijo, no tenemos todo el día. – la mamá de Claudio estaba impaciente, tenía mucho que hacer y la visita médica se estaba demorando más de lo necesario. El niño hizo un esfuerzo y pudo mantener la boca abierta mientras el doctor lo revisaba con un instrumento metálico.

– Tiene placas. – dictaminó el calvo señor.

A Pocho le dolía la garganta al tragar y hacía gestos exagerados, cerrando los ojos y estirando el cuello para adelante, como quien traga un pedazo de carne que no ha logrado terminar de masticar.

– Le voy a recetar un jarabe y déjelo dos días en reposo. – el médico esbozó su firma, puso el sello con violencia y le entregó la receta a la madre de Pocho.

– Perfecto, ahora vamos hasta la farmacia. – respondió la mujer.

– Y llévelo a un dentista, tiene algunas caries.

– Bueno doctor, la próxima semana.

La mujer agradeció los servicios del médico y salió del consultorio, tomando a Claudio de la mano.
Finalmente, Pocho se recuperó de la angina y creció sanamente, junto a su familia. Las primaveras y los otoños transcurrieron rápidamente, empujados por el viento del litoral. Claudio terminó sus estudios primarios y secundarios. Luego intentó estudiar derecho, pero no pudo, todo le resultó muy burocrático, muy frío, muy muerto. Finalmente decidió ingresar como seminarista en el Instituto Salesiano, necesitaba estar donde las cosas sucedían, junto a la gente. La madre de Pocho lloró cuando su colectivo partió rumbo a Rosario. Lo acompañó hasta la terminal y lo saludó, agitando su mano hasta que el micro se perdió entre los árboles y el destino. Claudio necesitaba más, el mundo estaba patas para arriba y él no lograba hallarse entre libros y paredes empolvadas.

– ¿Qué pasa hermano? Dejate de joder ¿Qué querés ahora? – el compañero de cuarto de Pocho intentaba detenerlo.

– Nos falta contacto humano, todo lo que leemos y aprendemos no sirve de nada si no nos embarramos un poco. – contestó Claudio, mientras metía su ropa en un bolso de mano.

– Tenés que pensarlo bien, te estás apresurando. – insistió el compañero.

– Ya lo pensé muy bien, siempre lo pienso. Necesito salir, poder estar en un barrio, ayudar a los pibes y las pibas, para eso vine a Rosario.

– Estás loco.

– Ya lo sé hermanito, pero no te enojes, cuando quieras te espero en Ludueña, algo lindo vamos a armar ahí.
Pocho recorrió el suburbio rosarino en su bicicleta, realizando la tarea social que su corazón y su conciencia le demandaban. Fundó una revista, dio clases y colaboró en varios comedores. Los noventa eran así, champagne para algunos, agua no potable para otros. Claudio estaba donde siempre había querido estar, junto a los más humildes, ahí, donde se sentía útil y necesitado.
Afuera de uno de los comedores donde Pacho era voluntaria, había un gran hormiguero, una montaña de tierra suelta que no se veía tan grande ante los ojos humanos, pero que, para los insectos, debía ser algo similar a las sierras de Córdoba. Miles de miles de hormigas entraban y salían constantemente, cargando pedazos de hojas, semillas y palitos.

– Mirá cómo trabajan, es alucinante. – a Claudio le encantaba ver como las hormigas laburaban.

– Son hormigas Pochito, ¿Qué van a hacer?. – bromeó la cocinera, que se encontraba sentada en la vereda, fumando un cigarrillo.

– En serio te digo, mirá, trabajan en forma coordinada y solidaria, se ayudan, se rescatan, se organizan. Es increíble, están organizadas. Hacen tan naturalmente lo que nosotros intentamos y no podemos. – Pocho hablaba, agachado, en cuclillas, junto al enorme hormiguero.

– Todo muy lindo pibe, pero vamos para adentro que tenemos que terminar de cocinar antes de que lleguen los pibes. – la mujer dio una última pitada al cigarrillo y lo apagó contra el contrapiso desnudo.
La invitación a la fiesta de Domingo Cavallo llegó en diciembre y, a pesar del calor, la gente comenzó a salir a la calle. Corralito, represión, saqueos, cacerolazos y huelga general. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” gritaban todos, jóvenes y viejos, trabajadores y desocupados, peronistas y radicales. La temperatura subía, la tapa de la olla se levantaba, levitando por el vapor social que presionaba con fuerza, incontenible. La ingenuidad del presidente lo impulsó a declarar el estado de sitio, por supuesto, el desenlace fue exactamente el contrario: las personas salieron a la calle espontánea y masivamente.

– Pacho, vamos a ir para la plaza ¿venís?. – un joven de pelo largo había entrado en la cocina.

– Vayan a ustedes, yo me quedo atendiendo a los pibes, el país se va a la mierda pero igual algo tienen que comer. – respondió Claudio, revolviendo con fuerza una enorme olla de aluminio.

Los compañeros y las compañeras de Pocho se fueron para la plaza, a protestar, a luchar contra un sistema entero, contra un nuevo liberalismo: ¿Acaso más injusto? ¿más desigual? ¿más indiferente?. Claudio se quedó en la escuela, revolviendo la olla para que el arroz no se pegue, poniendo la mesa y esperando a los niños, que fueron llegando de a poco. La comida estaba servida y los chicos estaban comiendo cuando se empezaron a escuchar las sirenas. Sirenas de policía, gritos y luego disparos. Uno, dos, tres disparos.

– Todos al piso. – gritó Pocho y los pibas y las pibas soltaron los tenedores para refugiarse debajo del tablón de madera, entre los caballetes.

Claudio abrió la puerta de chapa y salió al patio. Los disparos seguían sonando contra el frente de la escuela. Trepó sobre una pila de ladrillos y pudo subir un paredón, pintado con cal, que manchó sus pantalones. Dio un nuevo salto y logró llegar al techo, corrió hasta la vereda para ver lo que sucedía. Los patrulleros se habían detenido frente al colegio y disparaban para todos lados. Pocho se puso de pie, levantó los brazos y gritó:

– Hijos de puta, bajen las armas, que aquí solo hay pibes comiendo.

Uno de los policías lo escuchó, lo miró, apuntó y disparó. Con balas de plomo, de esas que alguien diseñó con punta, para que el metal penetre en el objetivo, haciendo el mayor daño posible. La bala ingresó directo en la garganta de Pocho, desgarró la piel, se abrió paso por la carne y se alojó en el hueso. Quedó atascada ahí, en la garganta, como un caramelo de plomo. El silencio repentino heló el universo. El tiempo se detuvo. La voz de Claudio se apagó, antes de que su cuerpo cayera sobre la membrana que no permitió que la sangre penetre en la estructura impermeabilizada de la escuela.

El 19 de diciembre de 2001, Pocho murió, dejando un nombre, una idea, una marca de memoria, que pica y arde como una cicatriz eterna. Las paredes de Ludueña gritan, con voz esmaltada y sintética: “Pocho vive”.

 

*Ignacio Morán nació en Olavarría, Prov. de Bs As en 1991. Realizó sus estudios terciarios y universitarios en la ciudad de La Plata y hace tres años se radicó en Nogolí, San Luis. Es gestor cultural, comunicador popular y profesor en Combinación. Se desempeña laboralmente como docente de nivel secundario y es escritor aficionado.

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